Nadie sabía que el sistema de salud era un asunto tan complicado”, dijo
en febrero y con candidez el presidente Trump en una reunión a la que asistían
varios gobernadores de la Unión norteamericana. Después insistir durante toda
la campaña en que demolería el sistema de salud que instauró Obama tan pronto
pusiera un pie en la Casa Blanca, habían pasado dos meses desde su elección y
no había noticias sobre sus planes para hacerlo.
La ausencia de una política de salud
clara por parte de Trump ponía en evidencia que los estadounidenses fueron
persuadidos para elegirlo a punta de retórica, sin que existiera un programa
claro que respaldara su llegada a la presidencia. A pesar de que eso puede ser
escandaloso, no era lo peor: el
Partido Republicano, que, tras años en la oposición, por fin había obtenido las mayorías en
el Congreso y ahora contaba con el apoyo presidencial, se estaba tardando demasiado en formular el
sistema de salud que reemplazaría el que, desde 2010, no había parado de
criticar.
Para los republicanos no importa mucho
que el Obamacare extendió la
cobertura de salud a 20 millones de personas; para ellos agranda la burocracia
federal, implica gastos desproporcionados y, al exigirle que quienes tienen
ingresos altos subvencionen el servicio de salud de los más necesitados, limita
las libertades de los estadounidenses. El proyecto de ley que serviría para
reemplazar lo que Trump describió en varias ocasiones como un “desastre” se
hundió por primera vez en marzo y lo volvió a hacer esta semana, a pesar de
que, al menos sobre el papel, tenía todo a su favor.
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