Las formas en que la vida se manifiesta por todo el Universo son infinitas. Son tantos los
ropajes que adopta
en los individuos (y en cada uno
de ellos funciona con tanta perfección), que cuando se
reflexiona sobre este fenómeno se llega necesariamente a una conclusión: vivir es un verdadero milagro.
En cada individuo hay una
organización que sostiene su aliento vital,
y cuanto mayor
es la complejidad, mayor es la sincronía que debe existir entre su miríada de componentes: desde los más elementales, como átomos, moléculas y células, hasta
los más complejos, como los
sistemas especializados, que pese a su sofisticación, establecen entre sí relaciones de gran simplicidad.
La estructura del ser humano se compone de una intrincada red de
componentes. Cada uno de ellos funciona de manera autónoma, pero a la vez necesita relacionarse con otros para
lograr su propósito. Las células son un bello ejemplo de este planteamiento: los
37 billones de células que conforman el cuerpo humano se consideran como
entidades autónomas en sí mismas
porque realizan todas
las funciones de los seres
vivos: nutrición, relación, reproducción y muerte;
son independientes en sí mismas, reproducen en miniatura las funciones de organismos
superiores. Sin embargo, sin la colaboración de otras células, no es posible que
puedan garantizar su propia supervivencia.
En la infinidad de formas
vivas que conforman al Universo, el ser humano tiene
una característica fundamental: el desarrollo de la
conciencia. Este es el gran salto cualitativo en la evolución planetaria. Cada humano tiene la capacidad
de reconocerse como único y puede
experimentar esa unicidad
en sí mismo: cuando es consciente de esa
conexión entre el ser, el entorno
cercano y las más remotas formas en que se presenta el Universo, alcanza un cambio que
se expresa en una relación más cercana y
compasiva con todas las formas de vida, incluido el propio ser.
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