A sus 18
años de edad, Dilan tenía muchos sueños.
Una vez recibiera su diploma de bachiller, ingresaría a la universidad, para lo
cual ya había presentado las pruebas de Estado. Quería ser administrador de
empresas para ayudar a su mamá, hermana y abuelos, para que con el fruto de su
trabajo tuvieran una vida más digna. Pero algo se atravesaba a ese sueño: la
situación económica. La única forma de coronar su propósito de vida era
recurriendo a un préstamo de una entidad estatal. Según cuentan sus conocidos,
esta fue la principal razón por la cual salió a la protesta del 21 de
noviembre: no estaba de acuerdo con la desigualdad reinante en el país para el
acceso a la educación universitaria de una gran mayoría de personas que, como él, no contaban con recursos
económicos. Lo que sucedió después es suficientemente conocido por el desenlace
doloroso que tuvieron los sueños de Dilan: murió asesinado, víctima de la
violencia ejercida por otro joven que defendía el establecimiento.
Una profunda ola de insatisfacción recorre la
mayor parte del mundo y enerva la sangre
de ejércitos de personas a quienes les han vulnerado sus derechos más
elementales, personas que han sido excluidas, que no han tenido oportunidades, que
les ha tocado sobrevivir con salarios cada vez más insuficientes, con poco
acceso a la salud y a la educación. Los ecos de esta protesta se han escuchado
en países y ciudades tan distantes como, Hong Kong, Líbano, Francia, Bagdad,
Barcelona, Chile, Ecuador, Bolivia. ¿Cuál es el motivo por el que millones de individuos
están saliendo a las calles a protestar, desafiando el poder del Estado? Por
supuesto, como en todo fenómeno social, son múltiples las motivaciones; pero quiero
detenerme en un aspecto psicológico y social de esta problemática.
En la civilización humana,
desde tiempos inmemoriales, ha predominado el egoísmo no solo individual, sino
de grupos de personas en la sociedad, que se unen para dominar a la mayoría de
la población con un solo propósito: acaparar los bienes de producción y generar,
a partir de ellos, privilegios que tratan de sostener a través del abuso y el
sometimiento. Aún en las llamadas democracias hay esa tendencia a la
acumulación, y por eso no es de extrañar, como sucede en Colombia, según el
informe de Cepal 2017, que el 1% de los más ricos concentran el 20% de la
riqueza, ¡y el Estado legisla para perpetuar estos privilegios! Hay una rabia,
una ira largamente reprimida que finalmente explota y exige que se salden las
brechas abismales entre el modo de vida de pocos colombianos que se enriquecen
en detrimento de la gran masa de la población y los demás.
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