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En mi casa las orquídeas solo
    llegaban en Semana Santa.Mi madre,que siempre tuvo calateas,ensueños y
    bifloras,no cultivaba orquídeas,pero las salía a conseguir en casas y
    fincas antes del viernes santo porque ella tenia la misión que cumplió
    hasta que tuvo uso de razón: arreglar el paso del Santo Sepulcro de la
    parroquia de Tuluá inundándolo de catleyas. Yo no sabía entonces que un
    hermano suyo, Germán, a más de tener un patio enjaulado lleno de pájaros
    fruteros,cultivaba orquídeas y sabía como hacerlo.Me habría servido mucho
    su experiencia pero cuando comencé a convertirme en un orquidiota,ya el mal
    de corazón que se ha llevado a la mitad de los Gardeazábal,lo había vuelto
    cadáver. Pero entre Toño González, un médico recién graduado en Suiza
     que se negó a ejercer y Edmond Bourgeaux ,el gerente de Nestlé en
    Bugalagrande, me entraron por esa senda de orquidiota de la que creo que no
    saldré ni camino al cementerio porque aspiro que el sendero que a ella
    lleve esté inundado de flores. 
Ser amante de las orquídeas
    conlleva dos facetas.La pública, donde la vanidad ejerce un acicate
    incontrolable y la solitaria,donde el gusto de esperar hasta 7 años para
    ver florecida una orquídea produce algo más que un orgasmo.La pública es la
    que ha permitido que existan exposiciones anuales como las que por estos
    días han montado en Cali, en donde un relictus de amantes de la naturaleza,
    de defensores de los árboles, mantienen viva la llama de la defensa de la
    flor que abrumó a los españoles cuando llegaron con la cruz y con la
    espada.La privada es la que lo vuelve a uno orquidiota,esclavizándolo a una
    metodología y a una esperanza que nos mantiene vivos por encima de
    cualquier molestia.Para recordar esa militancia como orquidiota he aceptado
    conversar esta noche en el Orquideorama de Cali con muchos colegas de
    capricho.Será muy grato. | 
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