En marzo de este año,
en Madrid, asistí a un congreso mundial de Psiquiatría. Allí tuve la
oportunidad de conocer a un ser humano excepcional, oriundo de Centroamérica,
que tuvo que emigrar a Europa hace muchos años; me preguntaba si le podía
explicar cuál era la razón de su sufrimiento: “Sufro mucho por lo que sucede en
mi pueblo; ¿debo encontrar la respuesta en mí, o existe una respuesta colectiva
al sufrimiento humano?”.
Sigmund Freud, el
padre del Psicoanálisis, planteó que la primera experiencia dolorosa que tiene
un ser humano es cuando nace, como un resultado de la separación física de la
madre. Otto Rank, uno de los discípulos de Freud, agregó el concepto de trauma del nacimiento para significar
que en efecto ese es el momento más doloroso del individuo; y, por su parte,
Stanislav Grof complementó las ideas anteriores diciendo que se deben
considerar, además, todas las interacciones que la madre establece consigo
misma, con las personas y el medioambiente mientras está embarazada. Este es el
origen del sufrimiento humano según dichos investigadores.
Sin embargo, el
sufrimiento es una experiencia personal cuyas raíces están en nuestro origen
ancestral como especie; de hecho, todos los seres vivos lo padecemos a lo largo
de la vida. Pero son particularmente los humanos quienes comienzan a
desarrollar una serie de mecanismos conscientes o inconscientes para disminuir
su impacto tanto a nivel físico como psicológico. Y aquí hay que considerar un
aspecto de suma importancia: aunque el sufrimiento es colectivo, porque afecta
a todo organismo viviente, la vivencia que se tiene de él es absolutamente
personal, así que es el propio individuo quien debe desarrollar las estrategias
que sean necesarias para superarlo de manera adecuada, incluso poniéndolo al
servicio de su crecimiento personal.
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