El mapa de la Antártida tendrá que redibujarse a partir de esta
semana. Un pedazo de hielo de 5.800 kilómetros cuadrados se
desprendió de su superficie. Un iceberg tres veces más grande que la ciudad de
Bogotá ahora flota a la deriva y los grandes barcos que navegan por el sur del
planeta deberán tener cuidado de no estrellarse contra él. Los glaciólogos lo
han descrito como “el mayor iceberg de la historia”.
Era un evento anunciado. Desde hace más de siete
años los científicos tenían puestos sus ojos en ese punto del gran continente
blanco. Una grieta se había insinuado sobre la capa de hielo y la dinámica de
corrientes marinas, vientos, presiones y temperaturas la ampliaban un poco más
día tras día. Todo indicaba que, tarde o temprano, se escindiría y terminaría
flotando sobre el océano.
Los miembros
del proyecto Midas, afiliados a dos universidades británicas —Swansea y
Aberystwyth— monitoreaban cada detalle de la grieta. Hace exactamente un mes
lanzaron la última alarma. Dijeron que era inminente la ruptura de esa masa de
hielo que pesa más de un billón de toneladas (1.000.000.000.000).
Simplemente, no sabían el día.
La ruptura fue
registrada por medio del instrumento satelital Aqua Modis, de la NASA. “Hemos estado esperando este
suceso durante meses y nos ha sorprendido el largo tiempo
que ha tardado la grieta en romper los últimos kilómetros de hielo”, explicó a
la prensa Adrian Luckman, miembro de Midas. En sus registros quedará con el
nombre A68.
En estrictos términos
científicos, es difícil apuntar el dedo al cambio climático como
la causa de este desprendimiento. Esta zona de la Antártida, conocida como la
barrera de hielo Larsen, que en el mapa se identifica fácilmente por la forma
de cola, en el lado occidental, ha sufrido pérdidas de hielo naturales desde
hace varias décadas. El más pequeño de sus fragmentos, Larsen A, se desintegró
en 1995. El segundo, Larsen B, prácticamente desapareció en 2002.
“Aunque no sea
causado por el calentamiento global, es por lo menos un laboratorio natural
para estudiar cómo se producirán desintegracionesen otras
plataformas de hielo, para mejorar la base teórica de nuestras proyecciones de
la subida futura del nivel del mar”, dijo Thomas P. Wagner, de la NASA, al
periódico The New York Times.
El iceberg A68
no es un problema serio. Al menos no lo es hasta que uno se fija en lo que
queda detrás de él: un glaciar del tamaño de Inglaterra que ahora está expuesto
a las mismas fuerzas de desestabilización. Y aquí sí entra el cambio climático
en la ecuación de los científicos. Con el aumento de la temperatura
global, el derretimiento de glaciares y su reptación hacia el
océano se acelerará, como lo predicen prácticamente todos los modelos
climáticos.
“Aunque este es
un evento natural, y no somos conscientes de ningún vínculo con el cambio
climático inducido por el hombre, esto pone la plataforma de hielo en una
posición muy vulnerable. Este es el mayor retroceso de la
capa de hielo. Vamos a observar con mucho cuidado las señales
de inestabilidad en el resto de la plataforma”, apuntó, en el blog del proyecto
MIDAS, Martin O’Leary, glaciólogo de la Universidad de Swansea.
El resto de
hielo, al que se refiere O´Leary, es nada más y nada menos que de 26,5 millones de
kilómetros cúbicos. Esa es la cantidad de hielo acumulada en la
Antártida según el cálculo que hicieron 60 científicos de 14 países en
2013.
Si todo ese
hielo se derritiera, sería suficiente para subir la altura del nivel del océano
en 58 metros. Pero ese no es un escenario real. El escenario real, de acuerdo
con el Grupo Intergubernamental de
Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), de la ONU, es
que los océanos crecerían entre 30 centímetros y un metro para fines de este
siglo, si no se limita la producción de gases de efecto invernadero.
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