Estamos en pleno siglo XXI, el primero del tercer milenio, y es
evidente que hemos alcanzado un nivel de desarrollo tecnológico que ni los más
osados futuristas se habrían imaginado predecir. Por esta razón es inaudito lo
que sucedió la noche del 11 de agosto en Charlottesville, una pequeña ciudad de
EE. UU. perteneciente al Estado de Virginia. Esa noche tuvo lugar una de las
movilizaciones más grandes para protestar porque el alcalde de la ciudad había
ordenado retirar de sus parques la estatua de Robert E. Lee, el general que
comandó por los estados del sur la guerra de secesión.
La
marcha, encabezada por los llamados supremacistas blancos, coreaba consignas
del siguiente tenor: "La vida de los blancos importa", “los judíos no
nos reemplazarán”, “prometemos recuperar nuestro país”. Es evidente que tras la
elección de Donald Trump como presidente se ha presentado un auge de grupos de
extrema derecha y racistas, que abogan por la superioridad de la raza blanca.
Al ya antiguo Ku Klux Klan se han unido los de derecha radical y los neonazis,
que representan más de 190 grupos distribuidos a lo largo y ancho del país. El
odio contra todo lo que parezca diferente o extranjero se ha expandido en
muchos lugares del mundo. ¿Y por qué está sucediendo este fenómeno?Un elemento central en esta forma de pensar y actuar se encuentra inserto en lo más profundo y oscuro de la psicologia individual y colectiva, y es un indicador de la crisis de la civilización actual. ¿De qué sirven los grandes desarrollos tecnológicos, si estamos a expensas de la emocionalidad y la irracionalidad? Cuando una persona o un grupo cree ser superior a otros por cuestiones raciales o de creencias, en definitiva está dando un salto cualitativo no hacia adelante, sino hacia lo más regresivo y primitivo que yace en el corazón humano. Avanzar civilizadamente es reconocernos como lo que somos: iguales en la esencia de nuestra naturaleza humana.
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