Publicada en Diario ADN,julio 9 2018
Tres imágenes ha visto el mundo por
estos días que o representan la infamia repetida y miserable de quienes nos
gobiernan o la capacidad conque otros se esfuerzan para evitarla. La más
degradante, la menos publicitada y estúpidamente aceptada, es la de los niños
de Trump. Los mexicanitos separados de sus padres en prisiones que solo
recuerdan las crueldades nazis. La segunda, la de los niños tailandeses
atrapados en una cueva, trepados en el islote donde las aguas del monzón no
llegan y todo un país y miles de cámaras de todo el mundo muestran la batalla
por salvarlos. La tercera son las velas que millones de colombianos encendieron
en las grandes ciudades del país y en muchas capitales del mundo para protestar
por la matazón irracional de líderes sociales de variada estirpe, y en regiones
muy distantes una de la otra, como si los sicarios tuviesen una lista de ellos
y un mandato ordenado desde lo alto para cumplir.
Contra la infamia de Trump, ni los
gringos progresistas y solidarios con la decencia anglosajona, han sido capaces
de protestar. Ni la Unesco ni el mundo es capaz de acusar a Trump y sus métodos
crueles contra los niños que tratan de pasar la frontera mexicana con sus
padres. Contra los asesinos de líderes sociales en Colombia, identificados tal
vez por algún organismo de seguridad del estado o por algún listado de
computador de alguna ONG, todos sentimos ganas de gritar pero el gobernante,
como en otros tiempos que alguna vez narré en mis novelas, apenas si se viste
del luto mentiroso para no averiguar ni poner coto.
Nos queda el ejemplo de Thailandia.
El de los buzos de uno y otro país, el del ejército y la policía de ese reino
que pusieron en riesgo sus vidas para salvarlos. Eran niños como los de Trump,
como los huérfanos que quedaron en Colombia por quienes solo prenden
las velas de la infamia.
@eljodario
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